Durante la pascua encendemos el cirio pascual. Esa luz también se enciende en la celebración de los sacramentos, como el Bautismo, la Comunión, la Confirmación; y representa la luz de Cristo. Él es quien nos ha traído la luz, ahuyentando las tinieblas de la muerte y del sufrimiento. Nos muestra el camino para vivir como hijos de la luz. Sin embargo, tal como lo expresa el evangelio de Juan en el primer capítulo, sucede que, aun teniendo la luz, podemos preferir vivir en las tinieblas.
“El que era la luz ya estaba en el mundo, y el mundo fue creado por medio de él, pero el mundo no lo reconoció. Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron. Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios”. (Jn 1,10-13)
Dejemos, pues, que la luz pascual ilumine nuestras vidas.
Que en los momentos de dificultad y de prueba, encontremos el camino iluminados por nuestra fe en Jesús. Entendiendo además que la tarea que un cristiano ha recibido en esta vida no sólo es la de dejarse iluminar por la Luz de Cristo, sino también la de ser él mismo, a su vez, luz para los demás: "Ustedes son la luz del mundo... brille así su luz delante de los hombres" (Mt 5,14-16): ser luz para los demás, repartir calor, precisamente porque nosotros hemos recibido todo eso de Cristo; de modo que se pueda decir con verdad que los cristianos son "hijos de la luz" (Ef 5,8), cosa que deben demostrar sobre todo repartiendo amor: "quien ama a su hermano permanece en la luz" (1 Jn 2,10).
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